No recordaba cuando fue la última vez que le vi. La última vez que quedamos. La última vez que su media sonrisa apareció en su rostro por mi culpa.
Habían pasado tantos años que apenas recordaba ya como era el sonido de su voz. Pero de lo que sí me acordaba era de su mano rozando sin querer la mía, de sus ojos oscuros buscando los míos al salir de clase, de nuestros encuentros a escondidas y del sonido que hizo mi corazón cuando se rompió en mil pedazos aquel cuatro de agosto de hace veintitrés años.
Mi madre siempre decía que todo pasaba por alguna razón y que el universo tenía un plan para cada uno. Recuerdo como estalló la guerra en mi casa cuando me repitió esas mismas palabras la noche en la que yo me deshacía en lágrimas por él.
No soportaba pensar que, si el universo tenía un plan para mí, él no estuviera en él. Él, el mismo que me sacó la lengua al entrar el primer día de parvularios, el que me robó el primer beso, el que escribía su nombre en la palma de mi mano hasta que las cosquillas me hacían sonreír. Intenté olvidarle, pero a cada paso que me alejaba de él, más cerca estaba de perderme yo también.
Hasta que Andrés apareció en mi vida, y las palabras de mi madre empezaron a unir las piezas de esperanza que pensaba que se habían esfumado junto a sus caricias.
Y así, un domingo cualquiera, dejé de pensar en él.
Quizás por eso había dejado de esperar que el destino quisiera cruzar nuestros caminos otra vez. Y quizás ese era el motivo por el que no había dado ni un bocado a las tortitas que me acababan de preparar los niños esa mañana; tras veintitrés años sin tener noticias suyas, había vuelto a mi vida con un mensaje. Un simple y doloroso mensaje de cuarenta y cuatro palabras, que me revoloteaban por la cabeza y me oprimían el estómago cada vez que las releía.
—¿No tienes hambre? —subí mi mirada hasta encontrarme con los ojos de mi marido— No has tocado las tortitas.
Fingí una sonrisa y negué con la cabeza.
—No me encuentro demasiado bien —mentí.
—¿Mamá está mala? —preguntó mi hijo pequeño con la boca llena.
—No cariño, solo es un poco de dolor de cabeza —alargué mi mano por encima de la mesa hasta cubrir la suya y le di un apretón cariñoso—. Ya sabes que tengo muchas migrañas.
—¿Quieres que lleve yo a los niños al colegio? —Mi marido preguntó aquello sabiendo que me iba a negar. Cómo hacía siempre.
—No, tranquilo —contesté, viendo cómo se aliviaba al escucharme—. Así después me paso por la consulta del médico.
—Yo quiero que nos lleve papá —sollozó Miguel, el pequeño, cruzándose de brazos.
—Sí, es mucho más divertido que mamá —añadió Marta, su hermana mayor, sin levantar la mirada de su móvil.
Arqueé las cejas y miré directamente a Andrés, que se limitó a encogerse de hombros.
—Claro, papá es el divertido y yo soy el ogro que os despierta por las mañanas, que os repite que os cepilléis los dientes y que si no recogéis vuestras habitaciones un día vais a poder enterraros entre el desorden y no os encontraremos nunca.
—Ay, mamá, no seas pesada.
—Dos minutos y nos vamos —sentencié.
Dejé ir un suspiro y me levanté de la mesa dejando el desayuno intacto. Y, sin poderlo evitar, volví a pensar en él por enésima vez en lo que llevaba de día. Recordé cómo se reía con mis bromas y las veces que me decía que era la única persona capaz de hacerle reír hasta dolerle las costillas.
Me puse una taza de café americano, hasta arriba, y respiré hondo para calmar la tormenta que empezaba a crearse en mi interior. Él no lo sabía, pero ese mensaje había sido como una granada que había lanzado desde la oscuridad y que amenazaba con destrozarlo todo a su paso.
El roce de la mano de Andrés en mi hombro me sobresaltó, haciendo que casi me tirara el café por encima.
—No les hagas caso, es la adolescencia.
—Si tiene doce años.
—Peor aún, la preadolescencia —Me reí y dejé que sus labios me dieran un fugaz beso en la frente—. ¿Quieres ir a cenar esta noche?
Sentí como si la saliva que acababa de tragar fuese un peso que me golpeó el estómago por dentro.
—¿Y los niños?
—Llamamos a tu madre —insistió.
—No me encuentro muy bien.
—Pero es tu cumpleaños.
Mi cumpleaños. Mi mente estaba tan absorta en ese inoportuno mensaje que me había olvidado por un instante que era mi cumpleaños.
—A media tarde te lo confirmo —concluí la conversación con un beso en sus labios y salí de su alcance antes de que siguiera insistiendo —. ¡Coged las mochilas que nos vamos!
Tardamos quince minutos más en salir de casa. Suerte que los despertaba con la suficiente antelación como para no estresarme por llegar tarde. Aunque eso era una de otras miles de cosas que nadie valoraba. Que yo misma había dejado de valorar hasta ese preciso instante.
Dejarlos en el colegio había sido fácil, ni siquiera me dejaban bajar del coche para despedirles. Así que, en cuanto los vi desaparecer en el interior de aquel edificio al que le faltaban unas cuantas capas de pintura, apreté el acelerador y puse el piloto automático hasta llegar a mi oficina.
***
Mi mañana en el trabajo no fue mucho mejor. Hasta Júlia, mi compañera y amiga, se había percatado de que algo no estaba bien conmigo y, tras la hora de comer en la que apenas toqué la ensalada, insistió en que me fuera a casa a descansar.
Pensé que quizás no era tan mala idea. Pero de todas formas algo me hizo quedarme paralizada en el asiento del coche sin poder arrancarlo. Sin darme cuenta, volvía a quedarme sola en aquel silencio que se había convertido en el escenario perfecto para que su recuerdo volviera a golpearme con fuerza.
Levanté el móvil, sintiendo como el corazón empezaba a acelerarse solo con saber que iba a volver a releer algo suyo.
Desconocido, 03:48h
Estoy en la ciudad y me gustaría verte. Se que quizás no tengo derecho a pedirte esto, pero voy a estar solo 48 horas y necesito decirte algo. Si me quieres dar esta oportunidad, te espero donde la última vez, mañana a las 20h.
Como si nuestras mentes estuvieran conectadas, su nombre apareció en línea y yo sentí ese vértigo en mi estómago que no había sentido en años. Salí de la aplicación y dejé que su mensaje me saliera en la pantalla bloqueada.
Desconocido, 15:24h
¿Vas a venir?
Había olvidado lo poco que le gustaba tener la última palabra.
Apreté mis dedos en el volante, cerré los ojos y pensé en Andrés. Aunque llevábamos meses que ya no lo reconocía, que ni siquiera me tocaba. No podía hacerlo, no podía asistir a esa cita. Porque si le veía, estaba segura de que volverían a resurgir todos aquellos sentimientos que prometí enterrar bajo tierra para siempre. Había hecho lo imposible para mantener su recuerdo alejado de mi vida y ahora volvía sin pensar si quiera en la vida que estaba tambaleando. Así que, en un impulso, arranqué el coche.
No sabía que estaba haciendo. Mi mente había dejado de pensar y me estaba dejando guiar por mi corazón.
Lo único que pensaba era en deshacerme de su mensaje, enterrar su recuerdo mucho más abajo de lo que lo había hecho esos veintitrés años, correr a los brazos de Andrés e intentar resurgir ese amor que una vez tuvimos.
Entré en su bufete y me crucé con Juan, el becario, que se me quedó mirando como si estuviera viendo a un fantasma.
—¿Está Andrés?
Juan abrió la boca y tartamudeó al contestarme. Pero no fue eso lo que hizo que sonaran las alarmas en mi interior. Ni su mirada furtiva hacia la puerta del despacho de Andrés. Fueron las risas que hacía tanto tiempo que no escuchaba en casa, pero que conocía a la perfección.
—Mónica, espera.
Juan intentó detenerme, pero ya era tarde. Había avanzado hasta su puerta con la sangre helándome las venas. Tragué saliva justo antes de coger fuerzas para abrirla, y encontrarme el único escenario que no pensé que me iba a encontrar.
Colgada del cuello de Andrés había una chica de unos veinte años, con la melena rubia cayéndole ondeante por los hombros y el pecho en su sitio. Los ojos de Andrés se clavaron en los míos y, por un instante, pude ver toda nuestra historia pasarme por delante de los ojos de la misma forma en la que decían que te pasaba la vida antes de morirte.
Porque eso es lo que sentía yo por dentro, que me moría.
No dije nada, di media vuelta y salí disparada hacia la calle.
—¡Mónica!
Creo que puedes saber el momento exacto en la que un corazón se rompe por el silencio que viene justo detrás de una promesa incumplida. Y, en ese instante, el mío volvió a romperse por segunda vez en la vida.
Dejé las maletas en casa de mi madre y no fue hasta que quedaban diez minutos antes de la cita, que me decidí a ir. No fue por las súplicas de Andrés antes de irme, ni las promesas que caían en mi interior como en un saco roto. Fue por la simple y arrolladora frase que soltó mi madre mientras preparaba la cena.
—Es curioso el destino. Te da la oportunidad para que tengas la vida que quieres tener, pero si no la coges… Te lanza a ella de la peor manera que puedas imaginar.
Respiré hondo en un intento fallido de calmar las pulsaciones de mi cuerpo y me planté delante de aquella cafetería escondida detrás de una librería que me llevó la última vez que nos vimos.
Cuando sus ojos oscuros se encontraron con los míos, sentí ese vértigo retorciéndome el vientre. Provocándome aquella sensación de electricidad que me recorría todo el cuerpo. El tiempo había pasado para los dos, pero en ese instante sentí que volvíamos atrás en el tiempo.
—Has venido.
—He venido.
Tal como había previsto, los recuerdos que tenía enterrados resurgieron cuando me rozó la mano al sentarme junto a él y dejamos que las anécdotas de nuestras vidas tomaran las riendas de una conversación que duró casi tres horas.
Después de reírnos de la última anécdota, sacó una pila de postales agrupadas con una cuerda y me la acercó.
—¿Qué es esto? —pregunté.
—Postales —volví a mirarle a los ojos y esperé—. Las coleccionabas cuando éramos jóvenes.
—¿Por qué me las das?
—Son todas las postales que te escribí, pero no me atreví a enviar —Sus dedos viajaron por encima de la mesa hasta atrapar los míos—. Cuando decidí irme, lo hice sabiendo que sería difícil olvidarte. Pero nunca pensé que sería imposible. Cada vez que escribía una postal sabía que, si te la enviaba, estaría esperando una respuesta por tu parte y que, si no llegaba, me mataría.
—¿Qué ha cambiado?
—Es tu cumpleaños —El roce de sus dedos me erizó la zona que reseguía en círculos.
—He pasado veintitrés cumpleaños sin ti —murmuré.
Sus dedos abandonaron mi mano y yo la retiré para volver a tener el control sobre mi cuerpo.
—Sé que ha pasado demasiado tiempo, pero… No quiero seguir intentando olvidarte.
—Tú mismo has dicho que te vuelves a ir.
Y entonces su media sonrisa volvió a dejarme sin respiración por un instante, del mismo modo que lo hacía cuando teníamos quince años.
—Tenemos cuarenta y ocho horas
—¿Y qué vamos a hacer con solo cuarenta y ocho horas?
Su sonrisa se amplió, como si mi pregunta fuera una afirmación a su locura.
—Reescribir nuestra historia —alzó la mano en mi dirección— ¿Me dejas volverlo a intentar?
Patricia Moreno