Caminaba casi arrastrando los pies. Sus pálidas y delgadas manos formadas solamente por piel y hueso sujetaban con firmeza un andador decorado con decenas de flores sin el cual no podía mantenerse erguida.
Los fugaces momentos de lucidez eran los únicos instantes que la sacaban de su propio mundo, de su realidad paralela en la que se había sumergido desde hacía años, cuando aquella enfermedad hizo que sus recuerdos fueran poco a poco desvaneciéndose y, con ellos, su vida, su entorno y su realidad.
Aunque era incapaz de saber el día y lugar donde vivía, lo que había desayunando horas atrás o el nombre de sus compañeros de la residencia de ancianos en la que pasaría sus últimos años recordaba con todos y cada uno de los detalles su historia de amor. Una historia que ya todos conocían, porque se la había contado a todas las personas con las que tenía ocasión de cruzar palabra.
Detuvo su andador, agotada, a la altura de uno de los banquitos de madera del patio de la residencia, para descansar. Se sentó junto a otros dos compañeros que charlaban en el banco, recordando viejas historias de juventud.
-Estoy esperando a Agustín- dijo mientras se sentaba. –No sé si lo habréis visto por aquí.
En ese momento uno de los abuelos se levantó y comenzó a alejarse mientras refunfuñaba: “otra vez la loca contando lo mismo de siempre. No hay quien la aguante”.
-Que cansada vengo.- Le dijo al otro señor que aún permanecía en el banco. -¿Vive usted aquí?
-Sí, señora. Llevo aquí casi dos años. Mis hijos decidieron que era mucho mejor estar aquí. Ellos no podían atenderme, ya sabe usted, ahora tienen que trabajar los dos en el matrimonio porque la vida se ha puesto muy cara. Y no tenían tiempo para este viejo. Desde entonces vivo entre estas cuatro paredes hasta el día en que el de arriba crea que ha llegado el momento de marchar… Aunque la verdad es que estoy bien atendido. Las enfermeras son muy agradables, y hay un enfermero que me da tabaco a escondidas. El día que lo pillen lo van a poner de patitas en la calle.- Sonreía mientras le contaba a la señora.- ¿Y usted?
-Yo me llamo Martina. Y he venido aquí porque estoy buscando a Agustín. Ese canalla me tiene loca buscándolo.
-¿Agustín es su hijo?- Preguntaba el abuelo.
-Es mi marido. No lo he visto en todo el día. Ya ha tenido que venir de trabajar, pero no lo encuentro. Habrá ido a ver a su madre. Va todos los días a ver cómo sigue. La mujer está delicada de salud. Ya sabe, a esas edades…
-No se apure, señora. Es normal.
En ese momento, Martina levantó el asiento del andador y se abrió un compartimento donde escondía caramelos, pañuelos y algunos recortes de revista. Sacó una vieja foto en blanco y negro y la mostró con orgullo.
-Mire, este es mi Agustín. Este es el día de nuestra boda. Ahora está un poco más fuerte porque, aunque esté feo que lo diga, yo le doy muy bien de comer…
Se detuvo un instante y prosiguió…
-Me acuerdo tanto de este día… Yo estaba feliz. Al fin podíamos estar juntos. Pero no fue fácil. Mis padres no lo querían para mí porque decían que era poca cosa. Su madre había quedado viuda de joven y el pobre tuvo que dejar la escuela para trabajar. Pero a mí me daba igual. Agustín era el hombre más bueno que había conocido. Mi padre me dio una paliza cuando se enteró que hablaba con él y no me dejaba salir de casa. Pero Agustín siempre fue muy inteligente y se las ingeniaba para que nunca pudieran con nosotros. Yo me puse a dar clase a los niños, los enseñaba a leer y escribir y aprendían matemáticas. Y mi Agustín comenzó a trabajar un par de horas más en la fábrica y con el dinero que ganaba pagaba, en secreto, las clases al hijo de su vecina, y así nos mandábamos cartas. Espera y verás…
Volvió a abrir aquel compartimento y extrajo un papelito castigado por los años, cuidadosamente doblado. Era una carta:
“Querida Martina.
Recibí tu carta y no sé si es mayor la emoción de leerte y tener algo tuyo entre mis manos o el dolor de lo que me cuentas. He sentido cada uno de los golpes que te daban y he llorado con cada uno de ellos.
A veces no sé si debo quedarme y luchar por nuestro amor o irme lejos para dejarte libre y que puedas vivir… Aunque eso suponga morirme de pena.
Sólo necesito que me digas que me quede y lo haré. Esperaré todo lo que sea necesario y aguantaré hasta que no les quede más remedio que aceptar que nos queremos.
No te preocupes por mí. El cansancio que supone doblar casi la jornada está más que recompensado cada vez que Juanito me trae tus cartas o me cuenta de ti. Dice que se te ilumina la cara cuando le hablas de todas las cosas que vamos a hacer cuando podamos estar juntos.
Sólo quiero que estés tranquila, que no tengas miedo. Todo va a salir bien.
Eres la mujer de mi vida y voy a envejecer contigo. Algún día veré como tus negros rizos se vuelven plateados y estaré feliz porque habremos vivido eso juntos. Una vida juntos.
Te espero el domingo, en la esquina de siempre, para verte a lo lejos cuando salgas de misa.
Te amo.
Siempre tuyo,
Agustín.”
La anciana dobló de nuevo la carta, la besó y la volvió a guardar.
-Ay, este Agustín. Siempre fue un galán. Y tenía muy buena pluma. Sus cartas hacían que se me olvidase todo y me daban fuerzas para aguantar. Y cada domingo, me dejaba una rosa escondida en una esquina por la que yo tenía que pasar para ir a misa, que era el único momento en que mi padre me dejaba salir. Y él, tan guapo, siempre me esperaba al final de la calle, para ver como la cogía y vernos desde lejos. Me tiraba un beso y desaparecíamos hasta el domingo siguiente.
-Y ¿Cómo hicieron ustedes para poder acabar juntos? ¿Murió su padre?- Interrogaba su compañero de banco, interesándose por la historia.
-Nada de eso. Todavía sigue bien vivo. Fue mi padrino de boda.- Respondía Martina. –Agustín se ganó el cariño del dueño de la fábrica. Él y su mujer no habían podido tener hijos y para Agustín, que era huérfano desde niño, se convirtió en lo más parecido a un padre. Y un día, mi hermano, que tenía el mal vicio de jugar a las cartas, se jugó más de lo que debía y, cuando amenazado se encontraba en un agujero del que no podía salir, no pensó en otra cosa que entrar a la fábrica por la noche y robar el dinero que le debía a una gente muy peligrosa. A mi hermano lo pillaron y cuando prácticamente su vida estaba condenada, mi Agustín medió con el dueño de la fábrica, le dijo que él respondía y que le diera una oportunidad. No sólo no lo denunciaron sino que le dieron la oportunidad de trabajar en la fábrica. Mis padres me pidieron hablar con Agustín para que fuera a la casa. Mi madre le daba las gracias llorando mientras mi padre le pedía disculpas. Desde entonces nos dejaron salir juntos y hoy en día somos felices.
En ese momento la anciana se levantó del banco volviendo a agarrar con firmeza su andador.
-Bueno, caballero. Tengo que irme. Voy a ver si lo encuentro porque se me echa el tiempo encima y tengo muchas cosas que hacer. Que tenga usted una buena tarde.- Y comenzó a alejarse.
En ese momento, llegó Emilio, el enfermero.
-Hombre, Emilio.- lo saludó el abuelo.- Pensé que no trabajabas hoy.
-Claro que sí. Hoy estoy de tarde.- Contestó- Luego te doy un cigarrito- le dijo en voz baja mientras le guiñaba un ojo. –¡Hasta luego, Agustín!
-Hasta luego.- respondía, con lágrimas en los ojos, mientras veía alejarse a unos rizos plateados.