El último viaje
En sus ojos se notaba que esta vez sería distinto, su serio semblante se endureció y fingió una fortaleza que a todas luces se veía frágil como el cristal. Mientras observaba las luces de la ciudad a través de la ventana de aquella habitación comenzó a sentir que el ambiente se volvía demasiado opresivo para ella, por lo que decidió salirse y despejar un poco la cabeza.
Bajó hasta el hall de la entrada buscando algo de aire fresco, algo que la noche con su frío invernal le ofreció, levantó un poco el cuello del abrigo para así protegerse un poco la garganta y tras rebuscar tras unos segundos en el bolso sacó un arrugado paquete de Malboro del que extrajo uno de los últimos cigarrillos que le quedaban y tras encenderlo y dar una profunda calada exhaló una gran nube de humo que se fundió con el vaho de su aliento.
Seguía dándole vueltas a ese maldito viaje. Sabía que él ya estaba listo para emprender la marcha y que ella debía aceptarlo así, pero aún así le cabreaba sobremanera ya que no comprendía aún el porque ahora, cuando todo parecía ir mejor, cuando las cosas comenzaban a funcionar. Y sí, sabía que algún día llegaría el momento de la partida, pero en ese preciso instante era tan inoportuno, tan injusto que solo le apetecía gritar de rabia.
Y mientras estaba ensimismada con sus pensamientos algo la interrumpió. Levantó la cabeza mientras apuraba las últimas caladas del cigarrillo. Ahí estaba el tío Andrés.
—Esa mierda acabará por matarte— dijo al tiempo que ponía una sonrisa que se le antojó petulante.
—¿Disculpa?— le espetó de forma cortante y con cara de preguntase que cojones le importa eso a nadie en este momento.
El tío Andrés, imperturbable ante la hostilidad de su sobrina, se acercó a ella con parsimonia, como si midiera cada uno de sus pasos.
—No te enfades, chiquilla —dijo con tono conciliador—. Solo me preocupo por ti. Ya sabes que siempre te he considerado como una hija más.
Ella lo miró con recelo, sintiendo cómo la ira se mezclaba con una punzada de dolor. Sabía que su tío tenía razón en parte, pero no le apetecía en ese momento escuchar uno de sus sermones ni su falsa preocupación.
—¿Y qué quieres que haga? —preguntó con voz ronca, apagando el cigarrillo de un brusco gesto contra la barandilla mientras exhalaba la última bocanada de humo—. ¿Acaso puedo cambiar lo inevitable?
El tío Andrés suspiró profundamente, como si sopesara sus palabras.
—No, eso es cierto —dijo finalmente—. Pero al menos puedes afrontarlo con entereza. Tu madre era una mujer fuerte, y tú has heredado su valentía.
En ese instante, supo que su tío tenía razón. No podía permitirse el lujo de desmoronarse ahora. Tenía que ser fuerte como lo fue ella.
—Tienes razón —dijo con voz firme, mirando al tío Andrés a los ojos—. No la defraudaré.
El tío Andrés le dedicó una sonrisa cálida y comprensiva.
—Anda, sube a despedirte que ya va a ser la hora —dijo.
Se abrazaron con fuerza, y en ese abrazo, ella encontró el consuelo y la fuerza que necesitaba para afrontar el duro camino que se avecinaba.
Se subió en el ascensor, y pulso la tecla del tercer piso, el ligero golpe de las puertas al cerrarse hizo que diera un pequeño respingo, y un nudo en el estómago comenzaba a formarse mientras pensaba “puedo hacerlo, yo puedo con esto”.
El camino que la separaba de la habitación lo hizo en un silencio ensordecedor, su corazón se encogía más y más a casa paso. Al llegar a la entrada no prestó atención al silencio que se hizo entre todos los que se agolpaban en la puerta. Entró con paso firme y sus ojos comenzaron a empaparse al ver al amor de su vida tumbado en aquella fría cama de hospital.
A pesar de su estado de debilidad la recibió con una sonrisa que iluminaba toda la estancia.
—Hey, ratilla, te he echado de menos—dijo él con una voz que, aunque débil, estaba llena de cariño y una pizca de humor. Ella se acercó a la cama, tomó su mano entre las suyas, sintiendo el frío de su piel y la fragilidad de sus dedos.
—No deberías llamarme así delante de todos, además solo he estado fuera unos minutos—respondió ella con una sonrisa triste, intentando mantener la compostura.
—¿Y por qué no? Siempre serás mi pequeña ratilla, no importa lo que pase —dijo él, y su sonrisa se ensanchó un poco más.
Ella se inclinó y depositó un suave y largo beso en sus labios, que llenó su boca del amargo sabor del tabaco, al tiempo que cerraba los ojos para grabar ese momento en su memoria. Sabía que esos pequeños detalles eran los que atesoraría para siempre.
—Voy a echarte de menos a cada segundo —susurró ella, su voz temblorosa por la emoción.
—Y yo a ti, pero siempre estaré contigo, aquí —respondió él, llevando lentamente la mano de ella a su corazón.
El silencio se apoderó de la habitación, un silencio lleno de palabras no dichas, de promesas y recuerdos. Ella se sentó junto a él, sosteniendo su mano, mientras afuera la noche seguía su curso, ajena al dolor y a la despedida que se vivía en esa habitación de hospital.
Con cada minuto que pasaba, ella sentía cómo se acercaba el momento de decir adiós, un adiós que no quería llegar. Pero también sabía que tenía que ser fuerte, por él y por ella. Así que, con una última mirada llena de amor y gratitud, se levantó de la silla y se acurrucó a su lado en la cama, como tantas veces había hecho.
—Te amo —dijo él, justo cuando ella se fundía en un cálido abrazo.
Ella entonces se deshaciéndose en un mar de lágrimas, dijo:
—Y yo a ti, más de lo que las palabras pueden expresar.
Y tras eso, su corazón se rompió en mil pedazos, en el momento en el que él cerró sus ojos, y su pecho bajo por última vez. Lo abrazó fuertemente y aunque se negaba a hacerlo sabía que debía dejarlo partir en ese viaje de solo ida, al cual ella no podría acompañarle esta vez. Ese viaje hacia la eternidad de la noche. Se fue sin hacer ruido con una sonrisa como último gesto llevándose consigo las ilusiones de una vida, pero dejándole todo el amor y la fuerza que necesitaría para los días venideros.
Sabía que este era un nuevo y duro comienzo, un capítulo diferente en su vida. Y aunque el camino sin él no sería nada fácil, estaba dispuesta a afrontarlo con valentía y determinación.
Porque era fuerte.
Porque era como su madre.
Autor: Luis Miguel Oya Méndez