La habitación 13

Había parado en aquel hotel de carretera ya que necesitaba hacer un descanso en mi viaje, tras solicitar una habitación me asignaron la habitación 13. Al principio, todo parecía normal, el típico alojamiento transitorio con olor a limpieza industrial y una decoración austera pero que intentaba ser acogedora. Pero al cerrar la puerta detrás de mí, una sensación extraña se apoderó de mi ser.

La habitación, aunque aparentemente inofensiva con su cama perfectamente hecha y sus cortinas meticulosamente colgadas, escondía un aire de misterio. La luz mortecina de la bombilla del techo parpadeaba con una irregularidad que me ponía nervioso, y el silencio era tan profundo que podía oír el zumbido de mi propia sangre en mis oídos.

Aun así, me dispuse a descansar, ignorando esa sensación de que algo no estaba del todo bien. Sin embargo, cuando las luces se apagaron y la noche avanzó, el silencio en el que se había sumido la habitación 13 era ensordecedor.

Desperté en mitad de la noche, un frío húmedo parecía penetrar por todos los poros de mi piel, calándome hasta los huesos. La penumbra solo era rota por la tenue luz de una bombilla colgando del techo, que parpadeaba intermitentemente, como si estuviera a punto de extinguirse.

¿Dónde me encontraba? Aquel extraño lugar no era la habitación en la que yo me había acostado.

Un escalofrío recorrió mi espalda cuando mis ojos se repasaron fugazmente la estancia y los objetos que me rodeaban. Un maniquí decapitado yacía en el suelo, la cabeza, a un lado del torso, me miraba fijamente con sus ojos vacíos. Una muñeca de porcelana, con una sonrisa siniestra dibujada en su rostro, se encontraba posada en una mesa polvorienta. En las paredes, manchas oscuras de humedad parecían dibujar rostros fantasmales.

A mis oídos llegaron unas palabras como si fuese un susurro ultratumba que hizo que un nuevo escalofrío recorriera mi cuerpo. “¿Estás listo para jugar?”, preguntó una voz ronca y gutural.

Me giré bruscamente, buscando la fuente de la voz, pero no vi a nadie y el silencio volvió a reinar, solo roto por el parpadeo de la bombilla. ¿Qué estaba pasando? ¿Era aquello simplemente un mal sueño? Y si lo era, ¿Cómo era posible que fuese tan vívido?

Tragué saliva con dificultad, aterrado intentaba aclarar mi cabeza. Mire en todas direcciones. Estaba solo, o eso creía. La sensación de que todo a mí alrededor parecía observarme era cada vez más intensa.

Un crujido detrás de mí me hizo dar un salto. Me giré de nuevo, con el corazón palpitando fuertemente, como queriendo salir de mi pecho. ¿Un maniquí? Al menos eso parecía, pero si lo era porque parecía que se movía lentamente. Con cada parpadeo de la bombilla parecía estar más y más cerca, casi como si estuviera a punto de atacarme.

Grité y corrí hacia la puerta, pero estaba cerrada. Empujé con todas mis fuerzas, pero no cedía. Estaba atrapado.

Las paredes de la habitación comenzaron a cerrarse sobre mí, aplastándome lentamente. El aire se volvía cada vez más denso y difícil de respirar.

Un terror indescriptible me invadió. No podía escapar. Iba a morir aquí, en esta habitación maldita.

De repente, la bombilla se apagó. La oscuridad total me envolvió. Un grito ahogado brotó de mi garganta.

Y entonces, simplemente silencio.

Un silencio eterno. 


Autor: Luis Miguel Oya Méndez