Me despertó el sol filtrándose por la ventana del salón. Me incorporé en el sofá despacio, frotándome las sienes con movimientos circulares, intentando ahuyentar el dolor de cabeza que sentía. Además de la incipiente resaca, me había quedado dormido en el sofá y notaba todo el cuerpo entumecido. Me puse de pie y al hacerlo golpeé un par de botellas de cerveza que aún seguían en el suelo. Una de ellas fue rodando hasta chocar con la pata de la mesa. Ese tintineo se introdujo en mi cerebro, repitiéndose una y otra vez como si de un eco se tratase. Fue disminuyendo la intensidad hasta que por fin se extinguió, sumiéndome de nuevo en un denso silencio.
Aquella nochevieja había sido muy diferente a cualquier nochevieja que había vivido hasta entonces. A mi familia les había dicho que pasaría la noche con los amigos, a mis amigos que la pasaría con la familia, cuando la realidad era que me había quedado en casa, luchando contra mis demonios internos en una batalla de introspección. No podía volver atrás para cambiar las cosas, ni presionar Ctrl+Z (o darle a la flechita esa tan maja del Word) para deshacer lo que había pasado. El uno de enero de dos mil veinticuatro comenzaba un nuevo día, una nueva semana y un nuevo año. Para algunos era un punto de inflexión, empezar desde cero, pero yo aún no estaba preparado para dejar marchar a mis fantasmas del pasado. Consulté mi teléfono. Tenía cientos de mensajes y un sinfín de vídeos ñoños y Gifs para felicitarme el año nuevo, deseándome que se cumplieran todos mis deseos, pero ninguno era de ella.
Encendí sin ganas mi portátil y abrí el documento Word. Llevaba meses bloqueado, sin conseguir escribir ni una sola palabra y aquel día no parecía diferente. Intenté comenzar la historia de nuevo, pero cada frase me parecía más absurda que la anterior y terminaba por eliminar lo que acababa de escribir. No conseguía avanzar y cada vez me sentía más frustrado. La vibración de mi teléfono sobre la mesa me sobresaltó. Era mi agente literario, Asier. Quizás sólo quería felicitarme el año, pero igualmente ignoré la llamada. No tenía ganas de otro de sus sermones sobre la constancia y la importancia de establecer rutinas y hábitos de escritura para lograr los objetivos. Quedaba poco tiempo para que se cumpliera el plazo pactado con la editorial para el lanzamiento de mi nuevo libro y cada vez que me sentaba a escribir, notaba como si mi cerebro fuera una bola de helado que se va derritiendo hasta terminar en el suelo. Me di una ducha y salí de casa para distraerme.
Llegué
a mi cafetería favorita y me pedí un café manchado. Esa cafetería
siempre había dado rienda suelta a mi imaginación. Era un pequeño
local vintage con mesas de madera y butacas de colores. Miré con
nostalgia la butaca de rayas azules y la vi a ella allí sentada,
conteniendo un sollozo, enfrascada en una discusión con un idiota.
Él parecía que iba a decirle algo más, pero se contuvo y se
quedaron en un incómodo silencio, mirándose a los ojos, como si ya
no quedase nada más por decir. Rompió el silencio cuando arrastró
su butaca hacia atrás para marcharse.
Recuerdo que fue el mismo día que terminé mi tercera novela cuando llegué a la cafetería y vi que ella ocupaba la butaca de rayas azules. Me había pasado casi toda la noche en vela escribiendo y, sin embargo, no me notaba cansado. Tomé asiento en una mesa cualquiera, me pedí un café y encendí mi portátil para echar el último vistazo antes de ponerme en contacto con Asier. Me quedé observándola durante un instante. Tenía unos rasgos finos, de ojos almendrados y nariz griega. Su cabello castaño caía en unas suaves ondas por debajo de los hombros. Vi que sacaba un libro de su bolso. Me sorprendió ver que se trataba de mi libro favorito, La sombra del viento de Carlos Ruiz Zafón y mis ganas por conocerla aumentaron. Entonces me percaté de que miraba en mi dirección. En un ataque de timidez por haberme sorprendido mirándola esquivé su mirada, volviendo a centrar mi interés en la pantalla. Cuando volví a levantar la vista la pillé observándome y pude notar como se sonrojaba y después regresaba a su libro. Decidí dejar atrás todas mis inseguridades y apagué el portátil con la intención de acercarme. Al levantarme, golpeé la mesa con mi rodilla derecha, estrellando la taza de café contra el suelo, en un gran estallido que hizo que todas las miradas se volvieran hacía mí. «¡Joder!» pensé malhumorado. La camarera me miraba con cara de pocos amigos. Puso los ojos en blanco y fue a buscar algo con lo que recoger mi estropicio. Vi que ella volvía a su lectura, sonriendo ante mi torpeza. Me disculpé con la camarera y barajé la posibilidad de irme avergonzado o hacer de aquella situación una presentación original. Como soy bastante payaso, opté por lo segundo.
—Me has hecho romper esa taza—le dije acercándome.
—¿Perdona? —me preguntó sorprendida, levantando la vista del libro.
—No sabía cómo llamar tu atención.
—Pues… ¡enhorabuena! Lo has conseguido. Has llamado mi atención y, ya de paso, la de todo el local.
—Ya, bueno… eso no entraba en mis planes.
Ella sonrió y cerró el libro, guardándolo en el bolso. Tomé aquel gesto como una invitación a continuar con la conversación.
—¿Puedo? —le pregunté señalando la butaca.
Ella asintió. Deslicé la butaca hacia atrás y tomé asiento frente a ella. La camarera se acercó y, en un tono algo gruñón, me preguntó si quería tomar algo más. Le pedí otro café.
—Veo que has ganado una enemiga —me dijo sonriendo, inclinando la cabeza ligeramente en dirección a la camarera, que acababa de marcharse a preparar mi otro café.
—Creo que nunca le he caído demasiado bien.
Ella sonrió mientras cogía con ambas manos la taza de café y le daba un sorbo.
—No he llegado a presentarme. Soy Jaime.
—Mónica.
—¿Quieres más café? —Una voz interrumpió mis pensamientos.
Agité la cabeza suavemente para volver al presente. Al mirar hacia la butaca vi que estaba vacía y levanté la vista hacia la camarera.
—No, gracias —le respondí.
El recuerdo de como nos conocimos se desvaneció, dando paso de nuevo a nuestro último recuerdo: Ella enfrascada en una estúpida discusión sin sentido con un idiota. Noté una presión en el pecho al recordar que aquel idiota fui yo.
Después de ese día, volví al día siguiente. Y al siguiente. Seguí volviendo cada mañana a la misma hora, con la esperanza de verla allí sentada en aquella butaca. ¿Por qué no llegué a decirle lo que sentía? ¿Por qué la dejé ir? La Rima XXX de Gustavo Adolfo Bécquer me vino a la mente como si hubiese estado escrita para nosotros.
Asomaba a sus ojos una lágrima
y a mi labio una frase de perdón;
habló el orgullo y se enjugó su llanto
y la frase en mis labios expiró.
Yo voy por un camino, ella por otro;
pero al pensar en nuestro mutuo amor,
yo digo aún: «¿Por qué callé aquel día?»
Y ella dirá: «¿Por qué no lloré yo?»
No había vuelto a saber nada de ella desde entonces. Me levanté y me acerqué a la barra para pedir la cuenta. Metí la mano en el bolsillo y saqué una pequeña taza envuelta torpemente en papel kraft, parecida a la que había roto en su momento. Cuando me trajo la cuenta, le entregué el dinero y la taza, dejando desconcertada de la camarera. Creo que recordó el incidente ocurrido años atrás, porque poco antes de alcanzar el pomo me giré y vi que me sonreía. De camino a casa me sonó el teléfono en el bolsillo del abrigo. No pude ignorar esa llamada. Si no respondía, mis padres eran capaces de preocuparse hasta tal extremo de presentarse en mi casa y tirar la puerta abajo, o incluso de llamar al 112 y envíame a casa un servicio de ambulancias, a saber… Aproveché que hablaba con ellos para evitar la comida familiar de año nuevo en casa, poniendo nuevas excusas.
Seguí volviendo a la cafetería cada mañana, sin más compañía que mi portátil y mi taza de café. Siempre dejaba libre la butaca de rayas azules por si ella volvía. Con el paso de los meses, las palabras fueron emergiendo, dando forma a una historia, y esa historia terminó por dar forma a un nuevo libro.
Hoy me he levantado algo más animado. Me he vestido con una camisa blanca, una americana negra y mis viejos vaqueros. He cogido el teléfono y las llaves y he salido de casa. En mis auriculares estaba sonando Oh Sweet Nuthin de Velvet Underground cuando la Catedral de Murcia se ha alzado ante mis ojos. La calima de hoy ha hecho que el entorno adquiera un aspecto vintage y me ha dado la sensación de estar viajando a los años sesenta. Me he dirigido a la librería San Pablo donde había quedado en encontrarme con Asier. El olor a libros que emana este lugar me ha reconfortado nada más abrir la puerta.
—¡Jaime! ¿Qué tal estás, amigo? —me ha saludado Asier con exagerado entusiasmo, dándome una palmada en la espalda.
—Hola Asier.
La firma de libros ha empezado puntual. No me siento cómodo en este tipo de eventos y me encuentro algo nervioso. Algunas miradas curiosas que pasan por aquí se están acercando a ver qué es lo que ha reunido a tantas personas. Estoy a punto de levantarme cuando de pronto noto que alguien me tiende su libro para que se lo firme y, como si fuera un autómata, lo he cogido entre mis manos.
—¿Cómo te llamas? —le he preguntado, sin alzar la vista todavía.
—Mónica.
Un hormigueo me ha recorrido de pies a cabeza y se ha instalado en mi estómago al escuchar esa voz. Al levantar la mirada me he encontrado con la de ella. Mónica me sonríe y veo como empiezan a empañarse sus ojos. Creo que mi deseo se ha cumplido. Hoy tengo una segunda oportunidad. La oportunidad de comenzar de nuevo junto a ella.