EL PISO
María trabaja en una empresa de limpieza a domicilio, siempre en turno de noche desde que se quedó sola. Hoy toca limpiar a fondo un ático de cuatro habitaciones, dos baños, cocina y salón, debe dejarlo a punto para la entrada de sus nuevos inquilinos. Está contenta, pagan el doble por cada hora de trabajo, algo excepcional en los días que corren y en estos turnos de mierda. El trabajo ha surgido con cierta urgencia. Los nuevos inquilinos han adelantado su mudanza y el casero, amigo personal de su jefe, le ha pedido este favor.
Son las once de la noche, hace frío, mucho frío, normal en pleno mes de diciembre en Madrid. María acomoda la bufanda de lana gruesa sobre su cuello y camina con cierta inquietud. Sus pasos resuenan sobre los adoquines de piedra de la Calle del Almendro. Es un lunes, y el Barrio de la Latina, siempre atestado de gente de miércoles a domingo, se muestra ahora solitario y vacío. Tiene que acudir a la Calle del Pretil de Santisteban, al número cuatro para ser exactos. Se supone que Fabián, el amigo de su jefe, debería esperarla en el portal para acompañarla hasta la vivienda. Nada más girar la calle, lo encuentra fumando junto a la puerta, encogido bajo su chaquetón acolchado.
No puede evitar alzar los ojos ante la imponente fachada del edificio de ladrillo naranja, se nota que es antiguo. Mientras se acerca a la altura del hombre, con el rabillo del ojo alcanza a atisbar entre visillos a medio correr, un interior cálido con techos de vigas de madera vista que parece original aunque enteramente restaurado. Él se presenta con una fría cordialidad y pisa la colilla que tira al suelo con la punta de su zapato de cordones. Ante una María prudente, abre la puerta y se adentra en el rellano. Ella silenciosa, camina detrás, sube peldaño a peldaño los cuatro pisos de escaleras en las que aún flota el olor a tortilla de patatas y pizza recalentada de las cenas rápidas, como en cualquier otro bloque de viviendas de cualquier ciudad.
La bombilla del rellano del ático apenas es capaz de bañar con su luz titilante la penumbra de ese último piso. María espera a que Fabián localice la llave entre el manojo de ellas, que cuelga de su mano de dedos gordos y amarillos por la nicotina acumulada en los años de cigarrillos que ha sostenido entre ellos. Tan pronto como él abre al fin, un olor rancio a podredumbre y suciedad llega a su nariz, que se arruga ligeramente en un gesto instintivo y el cronómetro interior activado en su cabeza intentando calcular cuánto tiempo va a llevarle sacar un olor como ese de la casa.
El casero gira el interruptor de la luz. El piso es realmente impresionante. Los suelos son de auténtica madera, nada de tarima, se nota por su textura y el ligero crujir de cada listón bajo sus pies. Los techos son altos, muy altos y están cruzados de lado a lado por unas vigas firmes y sólidas hechas con la misma madera que viste los suelos. Él al ver a María con los ojos muy abiertos observando todo a su alrededor, explica con desgana y sin ser preguntado:
—El edificio era una antigua fábrica, y antes de eso creo que fue un colegio o algo así. Está protegido como bien de interés, por eso mantiene la mayor parte de su estructura original, tratamos de realizar labores a fondo de mantenimiento muy a menudo para que su aspecto se mantenga fiel al original.
Ella asiente sin hablar, con la boca aún abierta. Deja abrigo y bufanda sobre una silla destartalada junto a la puerta, único mueble a la vista.
—Tiene todo lo que me pidió en la cocina, espero que sea lo necesario—dice el hombre indiferente sin ni siquiera mirarla a la cara después de señalar el pasillo con su mano.
—Muchas gracias—responde mientras cuelga su enorme bolso del respaldo y comienza a sacar de él las zapatillas y su ropa de trabajo—. Es un piso realmente hermoso, ¿lleva mucho sin habitar?
Fabián, intenta sacar la llave haciéndola girar alrededor de la enorme arandela sin levantar la mirada mientras contesta:
—Bastante, hará casi seis meses, los anteriores inquilinos estuvieron aquí poco menos de un año—explica distraído con un bufido final por la satisfacción de haberla separado al fin de la ristra de iguales—. Una pena que tuvieran que irse después de su tragedia.
—¿Tragedia?—pregunta María con un ligero pellizco en el corazón.
—Sí, la chica estaba embarazada, pero al poco tiempo de ser madre perdió al bebé, la pobre ya nunca fue la misma—dice mientras que deja la llave sobre la silla—. Un día su marido bajó a hablar conmigo para decirme que se marchaban, que su mujer no podía soportar seguir en la misma casa en la que deberían haber vivido con su hijo, querían empezar de cero, algo normal supongo. Aunque si le digo la verdad yo a él nunca le ví muy afectado, parecía hasta aliviado.
María traga saliva para evitar que las lágrimas que están a punto de desbordarse de sus ojos consigan precipitar.
—No diga eso, perder un hijo es muy duro…—Alcanza a contestar casi en un susurro.
—Bueno, la dejo trabajar tranquila—afirma Fabián con una mano en el pomo de la puerta—. Yo vivo dos pisos más abajo, en el segundo B, puede dejar la llave en el buzón al salir cuando haya acabado.
María asiente con la cabeza escondiendo su mirada, le da vergüenza que el hombre pueda ver la emoción aún en sus ojos, no quiere tener que explicar. No quiere tener que explicar que entiende perfectamente bien a esa chica, porque ella también perdió a su hijo. María perdió a su hijo y a su marido en un accidente cuando él fue a recoger al pequeño en coche a la guardería una tarde de tormenta, aquella maldita tarde que lo cambió todo.
Tan pronto como se cierra la puerta, María deja salir su llanto, ha pasado poco más de un año, pero no puede evitar contener la emoción cuando algo, lo más mínimo, vuelve a traer a su pequeño de cinco meses a su cabeza, así que llora, llora en silencio mientras cambia su ropa por la de trabajo. Cuando está ya lista, limpia sus mejillas con sus manos y saca un pañuelo del bolso para sonar su nariz.
—Ya está bien, María, ahora toca trabajar—dice para sí misma en voz baja, toma aire y camina hacia la cocina.
Mientras revisa los productos de limpieza que le han dejado, su cronómetro interior vuelve a activarse, después de todo no cree que vaya a tardar mucho con el piso totalmente vacío. Es cuestión de organizarse y llevar buen ritmo. Quiere acabar cuanto antes, no se encuentra del todo bien, la historia de la anterior inquilina le ha dejado mal cuerpo, está destemplada y le cuesta un poco respirar, quizá sea ese olor nauseabundo. Gira sobre sus pasos para volver al salón y comienza a abrir las ventanas para ventilar todo, hay que sacar ese olor de allí e identificar de dónde viene, quizás haya algún ratón muerto en algún sitio.
María va recorriendo habitación tras habitación para decidir por dónde comenzar, dejando las luces encendidas a su paso. No ve nada extraño. Concluye que el hedor debe salir de las tuberías de los baños, aunque en realidad lo siente más intenso en la minúscula habitación que está al final del pasillo, la única sin ventanas. Vuelve a la cocina y comienza a llenar un cubo con agua cuando escucha un crujido de madera en el pasillo. Cierra el grifo y sale al corredor, mira a un lado y a otro, no hay nada.
—Debe ser el suelo de madera…—susurra camino de regreso a la cocina, pero justo antes de entrar, ve que la luz de la habitación del fondo está apagada.
María se acerca con paso firme para comprobar si la bombilla se ha fundido, pero al pulsar el interruptor, la luz vuelve a encenderse con normalidad. Lo pulsa varias veces más para comprobar si hay algún fallo en el contacto, pero responde a la perfección. Parece estar bien.
—Qué extraño —dice en voz alta—. Juraría que había dejado todas las luces encendidas, se me ha debido olvidar esta.
Camina dos pasos por el pasillo y gira la cabeza sobre su hombro antes de volver a sus quehaceres. La luz está de nuevo apagada. Extrañada, se acerca lentamente esta vez para encender la luz con cautela.
—Nunca pensé que fuera a decir esto en una habitación vacía pero, ¿hay alguien ahí?—Pregunta con cierta sorna.
Entonces, un llanto de bebé llega hasta ella, es un llanto ahogado, como si viniera de un piso pegado a este, al otro lado de una pared. María da sólo un paso más allá del dintel y barre el espacio con su mirada, los muros de ese cuarto no dan a ningún piso. Ese es el ático y cubre la planta entera, seguramente en el pasado habría dos pisos que se han unido por la cocina, que es realmente enorme. A un lado de ese cuarto está uno de los baños y al otro una de las habitaciones amplias con balcón. El otro muro, el trasero da al aire, abajo hay una parcela, no hay nada al otro lado. El llanto sólo puede venir del piso de abajo.
Cuando sale de nuevo al pasillo, la habitación queda en silencio. María nota un escalofrío que recorre su espalda de abajo a arriba, con todo abierto para ventilar la temperatura del piso ha descendido varios grados así que piensa que es mejor que se ponga en marcha si quiere entrar en calor y limpiar lo que quiera que sea ese olor tan asqueroso que sale del suelo de esa habitación. Es precisamente cuando gira la vista sobre su hombro y mira al suelo, justo en el centro de la habitación, que María ve las juntas de un grupo de listones diferentes, con un milímetro de espacio entre ellas. La verdad es que no ha llegado a entrar más allá de la puerta de ese cuartucho donde restos de escuadras cuelgan de las paredes, posiblemente sostuvieron en algún momento estanterías para almacenar ropa de cama, toallas o latas de conserva, la verdad es que un cuarto así sólo podría utilizarse como armario o despensa, la débil luz de la única bombilla que la alumbra es otra prueba de ello.
María da dos pasos hacia ese punto, el olor a podredumbre es cada vez es más y más intenso, casi le provoca una arcada. Cuando está a punto de acercarse a los tablones, un gorgoteo de bebé llega hasta ella, y sale del suelo justo del suelo, en ese mismo punto.
—¿Qué?...—Pregunta al aire retrocediendo despacio—. ¿Qué mierda es esto?
Sale del cuarto con paso decidido, directa a la entrada de la casa, donde están sus cosas en la silla, mete su mano en el bolso y saca su móvil. Con los sonidos del bebé de fondo, que comienzan a tornarse en llanto de nuevo, entra en la cocina y busca en los cajones de los armarios, hasta encontrar un destornillador medio roto al fondo de uno de ellos. Con las dos cosas en la mano, se acerca a la pequeña habitación, o al armario, o lo que sea eso que hay al fondo del pasillo. Pone el móvil en modo linterna y dirige el haz de luz a los listones del suelo. Tan pronto como los alumbra, el llanto del bebé cesa y con su primer paso hacia ellos, vuelve el gorgoteo, hasta escucha lo que parece el sonido de un sonajero, como si un bebé estuviera jugando en su cunita, descubriendo sus manos y piernas, como hacía su hijo antes de… María destierra ese recuerdo de su mente con la humedad en sus ojos, intenta no vomitar por el olor tan pestilente que brota del suelo. Apoya el móvil contra la pared, tratando de encontrar el ángulo perfecto para alumbrar la zona, tragando saliva para ahogar la primera arcada, e introduce el destornillador entre las tablas para hacer palanca con todas sus fuerzas pero no puede moverlo con sus manos. Los gorgoteos de bebé cada vez son más fuertes, llenan el cuarto por completo, así que se pone en pie cierra los ojos y con todas sus ganas pisa el mango de la herramienta que ha quedado en voladizo y escucha un crack, que deja todo en silencio. Ya no se escucha al niño. No hay llanto, no hay risas, no hay gorgoteos.
María se agacha con cuidado y se ayuda con el metal para terminar de despegar la madera. Ve la esquina de una toquita azul en la penumbra del agujero que queda al descubierto. María se queda paralizada por un segundo. Parece que la toca envuelve algo. Estira el brazo a un lado y con mano temblorosa toma el móvil que sigue encendido. Necesita más luz. Antes de llegar a alumbrar el pequeño bulto, un aroma a vida, a bebé recién bañado, a crema y polvos de talco, inunda el cuarto.
—Dios mío, ¿Qué es todo esto?—Gime con el rostro lleno de lágrimas mientras ilumina despacio el hueco del suelo.
Dentro del espacio, entre el hormigón y los listones de madera, hay un pequeño hatillo y junto a él un sonajero. María sujeta el móvil con su boca, tiembla de pies a cabeza, toma aire y con lágrimas corriendo por sus mejillas, introduce las manos para tocar la toquilla y atraer el hatillo hacia ella, cuando está a punto de sacarlo, María ve como una pequeña mano descarnada llena de larvas y descomposición sale de entre los pliegues de tela azul y marrón por los fluidos que ha contenido. María no se mueve, no quiere ni respirar, se queda allí con el rostro lleno de lágrimas escuchando de nuevo los gorgoteos felices e imposibles de un bebé muerto.
Autora: Lucía Arjona