De arena y fuego
De la variedad de elementos existentes en este universo, el creador de mundos eligió dos para forjar el mío. Arena y fuego. Maridaje casi perfecto, que estuvo completo con el influjo del sutil aliento de aquel que otorga vida.
Mi planeta es frágil y etéreo, aunque eso no le impide desplazarse de un lugar a otro y mucho menos sustentar la existencia. De los que se hallan en este rincón es el más abundante. Recorrerlo es mi pasatiempo favorito. Sé que nunca podré conocer todos sus secretos, y aun así, cada descubrimiento infinitesimal hace que todo mi ser trepide con suntuosa algarabía.
Cada día procuro realizar extendidas caminatas, a veces diagramadas como un grafo que me traslada de un vértice a otro de aquel itinerario imaginario. En otras ocasiones solo sigo las señales que me obsequia el entorno. Es habitual que distinga personajes peculiares, absortos en sus faenas. De vez en cuando alguno se percata de mi sigilosa presencia.
Ayer caminando por el boulevard de adoquines, me encontré con un anciano que tallaba madera.
—Pronto será mi bastón, tal vez mi barita o una simple cuchara— me dijo.
Al ver mi rostro perplejo replicó.
—Aquí no hace falta ver, basta solo con creer. Debes tener cuidado con esa piedra o te tropezarás.
En ese instante protagonicé una absurda pirueta que me dejó erguido frente a un fugaz público. La proeza que evitó que cayera de bruces sobre la calle generó alrededor un pequeño concierto de risas. Sin dudas el hombre tuvo razón. Al girar para ver cuál había sido el objeto que ocasionó aquel percance, sólo observé los adoquines ensamblados como piezas perfectas de un puzle gigante.
Seguí caminando unos metros y más adelante un niño me dijo tarareando.
—En el cielo no hay estrellas.
—Porque es de día— repliqué.
—Estás equivocado son bichitos y los bichitos salen a jugar y comer a esta hora. Por eso no las ves— me respondió con un semblante más serio.
Supuse que aquel enunciado era fruto de su imaginación o de alguna explicación fugaz dada por un adulto para conformar la curiosidad propia de su edad.
Más adelante una joven admiraba las nubes que formaban imágenes conocidas mientras las aves danzaban en bandada acompañadas por una suave brisa con aroma tierra húmeda.
—Se dio cuenta estimado señor, qué hermoso escenario construyó aquel que nos dio la vida.
—Es un paisaje hermoso.
—Es un escenario. Muy grande pero un escenario al fin—. Luego dirigió su mirada otra vez hacia aquel espectáculo.
Continué mi paseo. Había sido un día peculiar. Encontré tres personajes que afirmaban enunciados de dudosa verosimilitud. La luz del día mermaba y Amada aguardaba en casa para la cena.
De camino decidí detenerme unos instantes en el mirador con vista al río. Allí había un pequeño telescopio. Divisé una estrella que titilaba con intensidad pero por momentos parecía dispersarse. Pensé que la vista me fallaba. Calibré el instrumento. El niño tenía razón. Esa lumbrera era en realidad un cumulo de luciérnagas. Observé las de alrededor y luego otras más lejanas. El firmamento estaba salpicado por conjuntos de bichitos que se habían colgado de ese escenario para componer un majestuoso cielo estrellado.
Supuse que si percibía todo con minuciosidad podría entender la real naturaleza de las cosas. La brisa que rosó mi rostro, no era el simple movimiento del aire. Se había formado con los suspiros de todos los enamorados, y el agua del río con las millones de lágrimas derramadas por todos los desencantados con el corazón roto. Tal vez este mundo era la máxima expresión de la magia y aquel anciano tenía razón: bastaba solo con creer.
Regresé a casa con la certeza de haber descubierto uno de los secretos más importantes de este planeta. Amada, me recibió y le narré con lujo de detalles todo lo acontecido en la jornada. Ella me comentó que antes de conocernos le había sucedido algo similar. Sin dudas no era una trivial coincidencia. Aquella noche descansé a su lado como los niños luego de haber aprendido lúdicamente algo nuevo sobre sus efervescentes universos.
Al día siguiente, el canto de las aves despejó el ensueño. Acaricié sus cabellos, percibí su aroma a rosas. Me levanté con sigilo para no despertarla. Observé a través de la ventana de madera tallada. Del otro lado todavía la calma. Al costado, sendos papeles tapizaban mi escritorio manchado por la tinta de la pluma. Ahí estaba. Lo agité con cuidado. Dejé que los primeros rayos del sol lo iluminaran. Éste es mi pequeño y frágil mundo hecho de arena y fuego. Allí está nevando sobre las posadas ubicadas a la vera de las calles de adoquines y un hombre contempla desde su ventana, mientras escucha el crepitar de los leños en la chimenea y su amada todavía descansa casi al borde de su cama.
Yamina de los Milagros Gevara