Las primeras salpicaduras de sol insistían en apagar las últimas gotas de rocío que aún se aferraban a la hierba fresca de un color verde intenso del jardín delantero de Miguel. Su casa -más bien caserón-, era la joya de la corona del pueblo. La fachada lucía de un tono tan blanco que incluso costaba mirarla directamente cuando el sol arrojaba sobre ella la inmensa luz de su fragua. Las ventanas -ubicadas de forma estratégica con los cuatro puntos cardinales para rebajar las temperaturas en verano y conservarlas cálidas en invierno-, reflejaban como espejos la reducida pero maravillosa paleta de colores en la que se dejaba envolver aquella casa; verde campo y azul cielo, principalmente. El tejado de pizarra gris oscuro culminaba una de las edificaciones más importantes de la localidad, precisamente en uno de sus días más importantes y en la que vivía una de las personas más ilustres.
Miguel se encontraba en el piso de arriba, inmerso en el tercer asalto del particular combate contra el nudo de su corbata. Sabía que, si se resolvía por puntos, su corbata ganaría, por lo que buscaba un KO técnico a la desesperada. Al fin, tras proclamarse vencedor, comprobar una vez más que su traje estaba impoluto y cerciorarse de que tenía a buen recaudo en el bolsillo trasero de su pantalón el laborioso discurso que llevaba toda la noche redactando, enfiló sin más dilación las escaleras que conducían a la planta baja, reprendido por su novia Maribel, que lo esperaba impacientemente al final de estas, ya que iba un poco tarde y haría ya rato que lo estarían esperando todos en la plaza principal. Ese día tenía que ser perfecto, pues había resultado elegido como alcalde municipal, uno de los sueños de su vida que le había llevado varios años conseguir.
Al abrir la puerta principal de la vivienda y, para su sorpresa, Miguel descubrió que buena parte de los habitantes lo estaban esperando en su jardín delantero en lugar de en la plaza, donde posteriormente tenía que dar el discurso de presentación a la alcaldía. Sus vecinos, de todas las edades, compartían amplias sonrisas provocadas por la reacción de incredulidad de Miguel al no esperar que estuviesen allí. Miró hacia atrás a Maribel -que lo seguía de cerca-, y pudo comprobar por su sonrisa de complicidad, que todo aquello sería idea de ella. Los vecinos de aquel pintoresco pueblo de la provincia de Cádiz se situaban en dos largas filas, dejando al nuevo y flamante alcalde -el más joven de la historia del pueblo en ostentar ese cargo, pues Miguel tenía apenas veinticuatro años, dos más que su novia- un estrecho pasillo, -con idea de tener contacto físico con él, sumiéndolo en un mar de abrazos y gestos de enhorabuena- para que pasara mientras le aplaudían y vitoreaban. Al llegar al final de dicho pasillo, unos fuegos artificiales preparados a ambos lados estallaron en una nube de ruido y colores, haciendo que Miguel se sobresaltara. Y sin más, con ese sobresalto, se despertó.
Al abrir los ojos, primero tuvo que orientarse, pues, aunque esa mañana hiciera ya justo una semana que dormía entre las dos paredes de ese estrecho habitáculo de dos metros y medio de largo por apenas uno de ancho, jamás conseguiría acostumbrar a su cerebro del todo para que normalizara dicha situación. Aquella “habitación” minúscula, fría, húmeda, destartalada y, sobre todo, inmensamente oscura -pues la oscuridad era la única capaz de vivir a gusto allí-, era resultado de la propia desesperación.
Dos semanas atrás estalló la Guerra Civil Española y, durante los primeros días, Miguel intentó mantener la calma y hacer vida normal, pero eso duró muy poco. Llegó a sus oídos, que por orden del mismísimo Francisco Franco, todo aquel que perteneciera al bando republicano y/o practicara actividades comprometidas con su causa -el pecaba de las dos cosas, ya que además de ser militante de dicho partido y para colmo con la nueva responsabilidad de la alcaldía, desde hacía unos años escribía poemas que defendían lo que ya estaba empezando a convertirse en una causa perdida- sería apresado de inmediato, así como todo aquel que ocultaran información sobre dichas personas. Así que Miguel, consciente de que el pequeño trastero-alacena que había en su cocina no figuraba en los planos de su casa y, aprovechando su reducida entrada de apenas un metro y medio de alto por un metro de ancho, decidió instalarse allí con unas mantas, varias latas de conserva, agua y un orinal, tapando la entrada con un mueble de madera que acostumbraba a abarrotar de menaje de cocina. Sólo se permitía salir de allí en momentos muy puntuales y cuando ya se había marchado el sol, para necesidades básicas como vaciar el orinal o reponer sus víveres.
Los fuegos artificiales que en su sueño lo despertaron -aunque además de sueño, también era el recuerdo del último día feliz que vivió-, eran en realidad los disparos que se oían en la calle desde hacía tres o cuatro días. El desconcierto era total, y más en su situación de ermitaño. Desconocía por completo lo qué estaría pasando ahí fuera, pero lo que sí sabía era que habían estado hasta en dos ocasiones en su casa, buscándolo, registrando las estancias y destrozando todo lo que encontraban a su paso. Eso, añadido a los disparos y gritos que no dejaba de oír, eran síntoma inequívoco de que estarían fusilando a la gente que lograban apresar, por lo que no podían encontrarlo por nada del mundo.
Sin embargo, ya había pasado una semana desde que estaba escondido y, lo que más le atormentaba, era el pensamiento que se incrustaba como un parásito en su mente y se alimentaba de él; no tener noticias de su novia Maribel. A diferencia de él, que vivía sólo en la casa que heredó tras fallecer sus padres, su novia aún sí que vivía con los suyos, y éstos nunca se habían metido en líos; ni pertenecían al partido republicano, ni a ningún otro, ni nunca se posicionaban ni hacían ningún tipo de comentarios comprometidos. Por esa parte Maribel no estaría en peligro, pero por todos era sabido que era su novia formal y, que a finales de ese mismo año 1936, iban a casarse. Por lo tanto, esa implicación directa y estrecha era lo que le estaba quitando la vida; no saber si ella estaba bien.
Después de meditarlo poco, -pues sabía que, si lo meditaba mucho, no podría tener el valor de hacerlo-, esperó a esa misma noche para ir a buscarla. Cuando la noche llegó a su punto más cerrado y oscuro y, tras observar por una de las ventanas de la cocina que todo estaba desierto, salió a hurtadillas de la casa y se dirigió raudo a unos matorrales que había cerca, con el fin de hacer una parada de reconocimiento. Miguel continuó corriendo hacia la casa de Maribel, corriendo pegado a las paredes de las calles más estrechas y menos transitadas que lo conducían hacia allí hasta que al fin, llegó a su destino.
Se ubicó justo debajo de la ventana de la habitación de su novia e, irguiéndose lo justo para que su cabeza no pudiera ser vista desde dentro, pero él sí pudiera intentar ver, dio unos toquecitos al cristal con los nudillos de su mano derecha. No obtuvo respuesta. Insistió una segunda vez; tampoco. Cuando ya se planteaba marcharse, pues el riesgo era notorio, oyó como se abría lentamente la ventana. Era Maribel.
Salió rápidamente por ella y con lágrimas en los ojos se abalanzó en sus brazos. Le confesó que lo había dado por muerto, que no vivía desde entonces y que era un milagro. Se abrazaron y besaron con mucha pasión, consiguieron volver a estar juntos.
De pronto, oyeron un crujido a sus espaldas y, al darse la vuelta al unísono al instante, vieron plantados ante ellos una pareja de la Guardia Civil, ambos apuntándolos con sus fusiles.
Esa imagen que acababan de presenciar cogidos de la mano, sería la misma y última que volverían a presenciar en su vida al día siguiente, después de que los trasladaran por la calle principal del pueblo con sus vecinos situados a ambos lados haciendo el mismo pasillo que aquel día, sólo que ésta vez fue bastante diferente; además de ser más amplio -ya que no habría muestras de afecto y cariño aquella tarde-, nadie los vitoreaba, ni aplaudía y ni si quiera fueron capaces de mirarlos a los ojos.
Todo acabó al atardecer, cuando se dispararon los cuatro fusiles que tenían a sus espaldas, mientras se cogían con fuerza de la mano y se miraban a unos ojos cargados de lágrimas. Pero no eran lágrimas de dolor, eran lágrimas de haber conseguido lo que ningún dictador podía arrebatarles; morir por un amor libre; aquel amor rojo que quedó para siempre impregnado en aquel paredón.
Enrique Álvarez